domingo, abril 08, 2007

NO TE QUEDES

El marco era inmejorable para el gran acontecimiento.
Aquella soleada y cálida mañana de otoño, en la
pequeña aldea, presagiaba un inolvidable evento.
En cualquier calle del poblado se podía respirar el
ambiente a fiesta. Todos los vecinos caminaban en una
única dirección: la pista de atletismo, ubicada a
pocas cuadras del casco urbano.

El "Centro Deportivo", como le llamaban orgullosamente
los lugareños, estaba rodeado por una verde "alfombra"
de césped y daba muestras inequívocas de ser
celosamente cuidado.
El bullicio de los muchos concurrentes a la carrera de
400 metros llanos, reservada para niños de hasta 14
años, expresaba el entusiasmo que la prueba había
logrado despertar en la rutinaria vida de aquel
pueblito casi perdido entre grandes cerros.

De pronto, los gritos se apagaron y el tenso silencio
anunció la inminencia de la partida.
Los puños crispados, el respirar contenido y la mirada
clavada en el horizonte de los jóvenes competidores,
fue abruptamente interrumpido por el disparo de
largada.

Rápidamente, un chico flacuchento tomó la iniciativa y
se alejó varios metros del pelotón. Por la plasticidad
de sus largos pasos y el ritmo armonioso que imprimía
a sus piernas, parecía ser el seguro vencedor.
Luego de la sorpresa inicial, gritos de aliento
comenzaron a surgir a la vera de la pista: ¡Dale
Jorge! ¡Vamos José! ¡No aflojes Juan! ¡No te quedes
Carlos!.

A medida que aumentaba el griterío, el niño de piernas
largas y andar seguro, que había "picado en punta",
fue cediendo en su ritmo y resignó el primer lugar del
pelotón. En pocos metros un nuevo competidor lo superó
y luego otro y otro...hasta quedar rezagado,
inexplicablemente, en los últimos lugares del grupo de
atletas.

Al fin, un estallido de euforia quebró la histérica
gritería y los aplausos premiaron a los más rápidos
corredores.

Mientras se entregaban los trofeos, en medio de
vítores y cánticos, un protagonista de la prueba
estaba, curiosamente, fuera de escena.
Alejado de la fiesta y de espaldas al palco, aquel
pálido flacuchento, dueño de la partida, estaba
sentado en la alfombra verde, con la cabeza entre sus
piernas y el pecho jadeante.

Una señora advirtió tremendo cuadro y se acercó:

- ¿Lloras porque has perdido?

- No, no señora, yo lloro porque a mí nadie me
alentaba.

El chiquito era huérfano.

De aquellos gritos de aliento, los numerosos nombres
pronunciados, ninguno iba dirigido al desgarbado de
largos pasos.
Aunque partió primero y tenía evidentes condiciones
para ganar, de pronto sintió que ya no tenía fuerzas
para mantener su marcha.
El no necesitaba de un estratega o un maestro de
atletismo, ni de un preparador físico. A él solo le
faltaba reconocer su nombre en los cientos de voces de
la multitud entusiasta. Sin embargo, como una cruel
paradoja, en medio de tanto alboroto, de tan fenomenal

bullicio, a él le invadió un sepulcral silencio...en
el alma.

El nombre propio que nos identifica, suena como el
mejor piropo, nos rescata de entre la multitud y nos
dice que somos alguien para alguien. Actúa como un
ícono de identidad, un símbolo lingüístico y una
representación sonora de lo que somos. Demuestra
además, aunque parezca tan obvio, que existimos y
formamos parte del contexto que nos toca compartir.

Una de las más grandes torturas en los campos de
concentración, constituyó siempre el reemplazo del
nombre propio por un número de prisionero. Despojar
del nombre significa resignar, en esas circunstancias,
un seguro de existencia, borrarle el título a una
historia y perder el referente exclusivo de identidad.

ALGUIEN PRONUNCIA TU NOMBRE

Cuando nace un niño, se inicia, en ese mismo instante,
un proyecto de vida. Ese plan fundante lo acuna su
madre desde que mece al niño en sus brazos.

En uno de los libros de la Biblia, en Isaías 49, dice:
"Dios me llamó desde el vientre, de las entrañas de mi
madre, tuvo mi nombre en memoria".

Nadie tiene exclusividad con estas palabras ni existen
privilegiados.
Cuando Dios dice esto está hablando de vos y de mi.
No logro imaginar a un Dios que pueda crear seres
anónimos. El no permite ver la luz a las personas como
quien fabrica productos en serie.
El no llama a las masas ni convoca a "simples
esquirlas" de una explosión demográfica. El llama a
individuos originales e irrepetibles como vos. Dios no
es fabricante, él es artesano y cada obra suya es
expresión cabal y total de su arte.

Por eso, vos no sos el resultado de un proceso de
producción estandarizado, sino la consecuencia de una
inspiración el fruto del placer de Dios en crear algo
nuevo, original, irrepetible y especial.

Puede que, en medio del desaliento, en medio de
ensordecedores problemas, que te sobrepasan y te
postergan, no escuchés la voz de tu creador que te
está llamando.

Creo, sinceramente, que a la vera de la pista de la
vida, él te está alentando, está EVOCANDO con amor
incomprensible y tierna voz tu nombre. En un desafío
de fe, podés escuchar su aliento.

¿Elegiste ya tu norte, tu derrotero? ¿Hacia dónde
corres? ¿Tenés sueños y metas que cumplir?

Entre tantas voces crueles de espectadores
indiferentes que omiten tu identidad, escuchá a tu
Dios él te conoce bien.
No importa cuan escuálida y flacuchenta esté tu alma,
oí su voz, con él, la carrera recién empieza.

¡¡¡¡¡¡NO TE QUEDES EN LA LARGADA!!!!!!
Dios te dice en Isaias 43:1
«No temas, que yo te he redimido;
te he llamado por tu nombre; tú eres mío"

DESICIONES

Yo tengo una historia, que habla de esas "sencillas" decisiones. Era 
una fría mañana de mayo, y el hombre pasaba el cumpleaños más triste 
de toda su existencia. Cumplía sus primeras cinco décadas de vida y 
el saldo no era favorable. Su esposa había enfermado hacía unos 
cuantos años. No importaba cuántos, habían sido eternos. El hombre, 
de oficio carpintero, había visto cómo gradualmente el cáncer se 
llevaba lentamente a la compañera de casi toda una vida. Era una 
enfermedad humillante. ¿Cuándo fue la última vez que éste hombre de 
manos rústicas había dormido toda la noche? Casi no lo recordaba. 
Todo se había transformado en gris desde que el maldito cáncer llegó 
a casa. Su esposa no tenía el menor parecido con la foto del viejo 
retrato matrimonial que colgaba sobre la cama. Ahora solo era un 
rostro cadavérico, níveo, sin color y por debajo del peso normal de 
cualquier ser humano. 
 
"-Usted es una señora adulta- había dicho el médico-, váyase a casa, 
y... espere.". 
 
El hombre, temperamental y de manos rudas, sabía lo que había de 
esperar. Lo inevitable. Aquello que le arrebataría su esposa y la 
madre sus cuatro hijos. Sin piedad, sin otorgarle unos años más de 
gracia. El putrefacto aliento de la muerte parecía llenar la 
atmósfera con el pasar de los días. La bebida era como una anestesia 
para el viejo carpintero. Por lo menos, por unas horas no estaba 
obligado a pensar. Por el tiempo que durara la borrachera, tendría un 
entretiempo en medio de una vida que no le daba tregua. Había 
cualquier tipo de alcohol diseminado por toda la casa; en el armario, 
la heladera, el garage, el galpón, y hasta una botella en el aserrín 
de un viejo y enmohecido barril. Este era su cumpleaños. El hombre 
festejaba un año más de vida y un año menos junto a su esposa. 
 
El gemido de su esposa lo despertó del letargo."-Recuerda- dijo 
suavemente la mujer- que hoy estamos invitados a ir a esa iglesia..." 
 
El hombre hizo un gesto de disgusto. El había sido luterano desde su 
niñez y hacía años que no pisaba una iglesia. Apenas recordaba 
algunas canciones religiosas en idioma alemán que se entonaban en su 
Entre Ríos natal. Pero el pedido de su mujer no era una opción, era 
un ruego desesperado. Tal vez el último deseo de quien lucha cuerpo a 
cuerpo con el tumor que se empecinó en invadirlo todo. Un último 
intento por acercarse a Dios antes de partir para siempre. El 
carpintero de las manos rudas y aliento a bebida blanca, asintió con 
la cabeza. Irán a esa iglesia que su hijo mayor les había hablado. 
Estaba un poco lejos, pero cuando el cáncer se instala en un hogar, a 
nadie le importa el tiempo. Ya nadie duerme en la casa del 
carpintero. 
 
Esa noche, la del cumpleaños, el matrimonio llegó con sus dos hijos 
menores a la remota iglesia evangélica de algún barrio de Del Viso, 
Buenos Aires. El se apoyó en la pared del fondo y oyó el sermón. 
 
"-Linda manera de festejar el cumpleaños" - habrá pensado. 
 
Pero continuó allí con profundo respeto, viendo como su esposa 
lloraba frente al altar. El casi no oyó el mensaje, pero presintió 
que debía acompañar a su mujer, y lentamente, el hombre que escondía 
botellas de alcohol en el aserrín, pasó al frente. Los dos tomaron 
una decisión. Aceptaron a Cristo como su suficiente Salvador. Una 
sencilla decisión que no pareció demasiado histórica, y estoy seguro 
que muy pocos, esa noche, se percataron del carpintero y su enferma 
esposa. Pero a ellos le cambió la vida para siempre. 
 
Ella observó cómo el cáncer retrocedía lentamente hasta transformarse 
milagrosamente en un mal recuerdo. El hombre se deshizo de todas las 
botellas de alcohol y jamás volvió a tomar. Lo que comenzó como un 
mal día, terminó con una decisión que afectan el futuro para siempre. 
 
A propósito, la historia es real y ocurrió un primero de mayo de 
1975. El carpintero de las manos rudas jamás se hubiese imaginado que 
debido a su buena decisión, no sólo se sanaría su esposa, sino 
también, algún día afectaría a sus hijos. Su hijo menor, que por 
aquel tiempo tenía siete añitos, hoy le predica a cientos de jóvenes 
y entre otras cosas, escribe esta nota. 
 
Eso es a lo que yo llamo una decisión generacional. Miles son 
afectados por un sencillo paso al frente. Cuando decidas a qué te vas 
a dedicar, con quién te vas a casar, o sencillamente pases al frente 
de algún altar a tomar un nuevo compromiso con el Señor, recuerda que 
estás escribiendo la historia. La tuya y la de los demás. Hace poco 
les dije a mis padres que estaba profundamente agradecido por aquel 
gris primero de mayo en el que tomaron la decisión más radical de sus 
vidas. Les dije que cada joven que llegaba a oír mis mensajes, 
también le estaban agradecidos. Y les dije, además, que siento una 
tremenda responsabilidad, cuando tomo una de esas "sencillas" 
decisiones como por ejemplo, el escribir esta nota. Porque nunca sé a 
quiénes y a cuántos estoy afectando. Aunque de algo estoy 
completamente seguro: a cada minuto de nuestras vidas, escribimos la 
historia. 
 
Pastor Internacional de Jovenes: Dante Gebel - www.dantegebel.com
 

martes, abril 03, 2007

EL BAUL

Ayer abrí un baúl que estaba olvidado, se hallaba en la orilla de mis
recuerdos. Jamás lo había visto y por lo mismo nunca lo había revisado
y tal de mi asombro al verlo que decidí hacerlo. Al abrirlo me
encontré que era una recopilación de los mejores momentos de mi vida.
Encontré un tesoro.
 
Un tesoro. Su brillo iluminó mi cara y entre tanto brillo no te pude
ver pues el tesoro deslumbra mis ojos y no podía ver nada.
 
En otra parte de este gran baúl encontré deliciosos manjares de los
cuales al acercarme se podía percibir un delicioso aroma el cual llenó
todo el lugar en donde me encontraba. Al revisarlo, tú no estabas ahí
y no me lo podía explicar, pero había dos cosas más que llamaron mucho
mi atención y tome el reto de averiguar de qué se trataba.
 
La primera eran recuerdos. Recuerdos de las personas que habían sido
importantes en los momentos también importantes; pero revisándolos
solo encontré momentos y nada más.
 
Ya un poco desesperado observé y estudié a fondo lo que faltaba del
baúl y eran gran parte de mis planes y proyectos y metas. Entre la
desesperación decidí revisarlos de nueva cuenta uno por uno, detalle a
detalle pero todo fue igual.
 
No alcanzaba a comprender cuál era el motivo por el cual no te
hallabas en entre todas las cosas de este baúl, tal fue mi duda que
sin importar que ya los había revisado lo intenté de nueva cuenta. 
 
Tratando de hallarte dentro de mi vida, había sucedido algo extraño y
fue que al tratar de revisar las cosas se cayeron de mis manos como si
yo no tuviera fuerza en mi ser. Al voltear a verlos se hallaba una
hoja más de las que ya había visto y me preparé a investigar qué era
esa hoja. Se encontraba por encima de los tesoros, en medio de todos
los manjares y llegando al final de los momentos y entre todas las
metas. Era una carta que decía así:
 
"No te afanes, jamás te he abandonado, al contrario nunca te he
permitido salir de mí"
ATTE.: JESÚS 
 
P.D.: Recuerda, yo siempre estoy contigo y con todos los tuyos,
"enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado..."
(Mateo28:20)
Fecha: ayer / hoy / siempre.
 
Al ver esto recordé que Él no está en las metas, tampoco en los
tesoros, manjares, ni en los momentos que he vivido sino que
Él está conmigo a donde quiera que voy.
 

PESEBRE O POSADA?

 
 
Antes de entrar en la iglesia ya se sentía con una disposición tan 
extraña como incómoda. Pero a medida que el predicador hacía 
alusiones directas a los asistentes, Pedro sentía que todo lo que 
decía tenía que ver con él. Indefenso, atrapado, comprometido pero 
por encima de todo confuso y dubitativo. Hacía días que sabía que se 
decidiría por la fe evangélica, pero le asaltaban dudas. No veo tan 
claro lo que ellos dicen ver. Todavía existía una barrera que se 
superaría dando un salto al vacío que todavía se negaba a dar. ¿Cómo 
podían estar tan seguros en cosas que nadie vería en esta vida?. 
 
Pensando que gracias a una falla personal no sonreía como ellos, 
desde hace un tiempo deseaba la asunción de la fe asistiendo a la 
iglesia. Pero los predicadores iban más de prisa que él. Con sus 
tonos agresivos le acusaban de su posición de incrédulo contumaz. Le 
azuzaban con un tridente coactivo para que "diese el paso". Antes de 
analizar nada ya tenía el rótulo de condenado colgado en la espalda, 
y la zanahoria de la salvación delante. Él se creía sincero, pero 
los predicadores le hicieron sospechar cosas muy perversas de él. 
Apenas contaba veinte años y las acusaciones salían de debajo de las 
piedras. Pocos años para hacer tanto daño, y pocos para acumular 
tanta culpa. 
 
Aparte de su mar de confusión interna, el culto se desarrollaba con 
normalidad. Sólo alguna tos ayudaba a quitar hierro a aquel silencio 
general, otrora solemne. 
-Hoy zanjaré este asunto. Hubiera preferido apropiarme de una fe a 
todas luces lógica, rescatada desde el sentido común- se decía. 
Sabía que cometería algún tipo de suicidio, pero la única manera de 
aliviar los efectos de aquella imantación eléctrica sobre su alma 
era asentir, aceptar, correr hacia delante. 
 
Desde algún lugar alguien lo invocaba. Dios desde el cielo, satanás 
desde el infierno, o el predicador desde la tarima. Desde luego, lo 
que necesitaba era salvarse o que le salvaran. 
-Ya está... pediré una prueba a Dios. ¿No trato con los asuntos 
relacionados con Dios? No es absurdo pedir que Dios me saque de esta 
confusión mental dándome alguna prueba de que ratifica las palabras 
del predicador. El predicador habla de Dios. Pero ¿y Dios? 
¿respaldaría al predicador? ¡Eso! ¡Que Dios me hable bien del 
predicador! - se decía. 
 
Una tos persistente ya resultaba molesta y algunas cabezas se 
giraban como buscando la cara del culpable griposo. Pedro parecía 
que había llegado a un buen punto y no reparaba en los virus que 
lanzaba al aire su vecino de atrás ni en sus aparatosos estornudos. 
 
Pedro cerró los ojos y comenzó a orar a ese dios que pedía su 
confianza pero que tanto desconfiaba de él. 
 
Su compostura no era la habitual, postrado en exceso, llamando un 
poco la atención. Quería sacar lágrimas, provocar un mea culpa, 
llamar la atención de un dios impertérrito. ¡Ayuda mi incredulidad!, 
decía. Esperaba con pavor los momentos finales en que el predicador 
concluiría con un llamamiento a los inconversos. -¿Lo hará 
compasivamente? ¿Lo hará con agresividad? ¿Con amenazas?- se decía. 
Su alma pendía de aquellas últimas palabras y de los versos 
escogidos para el himno final. 
 
Tan molestas eran las toses de su vecino que el acomodador se asomó 
por el pasillo buscando al griposo incordiante. 
 
-¡Dame una señal, oh Dios! ¡Dame una señal!- decía Pedro 
 
Demasiado lejos estaba el acomodador para adivinar de dónde 
procedían las toses. Se desplazó por el pasillo y llegó hasta donde 
estaba Pedro. 
 
Pedro fue desvelado de su ensimismamiento con un toque en la 
espalda. Lo primero que vio fue una mano bondadosa que le ofrecía un 
caramelo de eucaliptus. La culminación de su estado tenso explotó 
con una expresión tan exaltada como delirante. 
-¡Gracias! ¡Gracias! ¡Ahora creo en Dios! ¡Al fin una señal!. 
 
Aquel final feliz no era más que un principio fatal. 
 
Lo que prometía ser una reunión plácida y somnolienta, quedó 
truncada por aquella persona inoportuna que daba saltos 
estrambóticos y besaba a los acomodados hermanos, arrancando a 
correr pasillo arriba pasillo abajo. 
 
Viendo la amenaza que suponía tal desbarajuste, los más celosos del 
lugar, como un solo hombre, lo cogieron en volandas hasta escupirlo 
por la puerta de la iglesia al desconsolado mundo. 
 
Asustado y desorientado, Pedro buscaba cómo volver a su casa 
mientras apretaba aquel caramelo que se deshacía poco a poco en su 
mano. 
 
Su mente excomulgada se poblaba de centellas ardientes, y prescindía 
del cuerpo como se prescinde de un despojo. 
-Gracias Dios, gracias Dios- musitaban sus labios cuando era 
conducido a la escena de su dolor. 
-Gracias Dios, gracias Dios, porque ahora sé que crees en mi!
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Un alma nacia en las calles (pesebre) pues la iglesia (posada);
estaba ocupada en que todo continuara como costumbre...